Se ha descubierto recientemente, no lejos del conocido yacimiento arqueológico de Atapuerca, una nueva categoría de homínido de extraños hábitos, que nos hace pensar en una especie no del todo extinta sino integrada en nuestro ADN, del mismo modo que, según se piensa, ocurrió con el neanderthal (no extinto sino subsumido en la línea genética del sapiens). Se trata del así llamado homo mascarensis.

Este nuevo descubrimiento arqueológico tal vez constituye el eslabón perdido que enlaza nuestra civilización con la así denominada cultura del vaso campaniforme.

Al homo mascarensis su nombre le viene de un extraño atuendo primitivo que anteponían a su faz, tapándole la barbilla, la boca y parte de la nariz. También se le ha denominado, por otros nombres, como homo tarjetetensis, pues numerosas tarjetas de plástico han sido halladas junto a los restos arqueológicos, y homo esféricus, debido al culto que, al parecer, le profesaban a un extraño artilugio esférico algo mayor que un palmo.

A puertas cerradas”

Algunos estudiosos están avanzando la posibilidad de que estos objetos esféricos, que se suponía inflados con aire, pertenecieran al antiguo culto denominado de puertas cerradas, donde en un colosal templo sin techo, aproximadamente veinticinco oficiantes hacían rodar el objeto litúrgico por los suelos. Las hipótesis más plausibles avanzan que las denominadas “puertas cerradas” aludían a dos extrañas construcciones situadas en ambos extremos del patio central, formadas por dos columnas unidas por arriba por una viga y cerradas atrás por una red, de donde el nombre. Otros estudiosos apuntan a que las llamadas “puertas cerradas” se referían en realidad a las puertas del templo, pues dentro sólo se dejaba pasar a los veinticinco oficiantes más un pequeño grupo de privilegiados participantes llamados “los del banquillo” y los “mister”, al parecer en relación con los sagrados “mister-ios” en los que participaban. Según sus supersticiosas creencias, si la liturgia fuera presenciada por profanos, esto traería la muerte y la destrucción de la especie.

Sin duda se trataba de una forma de espiritualidad avanzada, pues el templo estaba rodeado por millares de gradas y sillas que, durante los oficios de “puertas cerradas”, permanecían vacías, tal vez como homenaje a entidades invisibles, almas de los difuntos o como muestra de su fe supersticiosa en la visión a distancia, o distancia (tele) de la visión.

El declinar de una era

No está claro cómo acabó la antigua cultura mascarensis. Si bien se piensa que su declinar tuvo que ver con una nueva serie de creencias en entidades malignas que temían se les fueran a introducir por la boca o la nariz, llevándoles el alma, de ahí el artilugio de tela y otros materiales que anteponían a su rostro.

Por su parte, el culto al esférico, o a lo esférico (santa geometría), subsistió algunos siglos más, con algunas variantes regionales en forma de melón.

Sin embargo, los adminículos plásticos en forma de tarjeta con banda lateral negra o un cuadrado brillante del tamaño de una uña emplazado en un extremo (en el período final), pronto fue substituido por otro objeto llamado móvil, algo más pequeño que un palmo, y del grosor de un dedo. El nombre de “móvil” le venía porque, en un principio, portaban este artefacto cuando se movían, si bien luego lo usaban, sobre todo, para quedarse quietos mirándolos durante horas, en la falsa creencia de que el artefacto, fabricado principalmente con metal, plástico y cristal, le conectaba con el resto de las tribus.

Muchas son las incógnitas que despierta esta nueva civilización perdida, hasta ahora por completo desconocida, como, al parecer, la extraña costumbre de saludarse frotándose los codos, o el toserse y estornudarse en el codo, lo cual indica la ambivalente relación que mantenían con esta parte de su anatomía.

O tempora, o mores.

Joaquín G Weil

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