Entrevista a Alain Diabanza.

Natalia Sepúlveda comparte hoy con los lectores de Cuentamealgobueno el duro pero esperanzador testimonio de Alain Diabanza, filólogo francés congoleño que cruzó a nado la frontera de Marruecos para llegar a España escapando de la violencia que se esconde tras el mercado del coltán.

Fotografías y texto: Natalia Sepúlveda Reina.

Los móviles pueden llegar a ser una prolongación de nuestras manos, estamos tan familiarizados con ellos que ni nos planteamos su procedencia. Violaciones, asesinatos, esclavitud, corrupción, pobreza y emigración, están detrás de un material imprescindible en la fabricación de nuestros smartphones y demás aparatos electrónicos básicos en el día a día. La República Democrática del Congo tiene más de un 80% de las reservas mundiales de este mineral: el coltán; que está compuesto a su vez por dos minerales: columbita y tantalita. Se calcula que aproximadamente ocho millones de personas han muerto por los conflictos que genera este mineral en menos de 20 años; el que más vidas se ha llevado después de la Segunda Guerra Mundial. El coltán o “mineral de sangre” podría generar riquezas para el pueblo congoleño pero por el contrario, solo se traduce en muerte.

Alain Diabanza llegó a España en 2005 huyendo de la situación de su país. Actualmente vive con su mujer, su hija y un bebé que está en camino en Málaga. Trabaja como técnico de integración social mientras estudia Trabajo Social en la universidad a distancia.

Alain Diabanza en el salón de su casa. Foto: Natalia Sepúlveda Reina.

Alain Diabanza en el salón de su casa. Foto: Natalia Sepúlveda Reina.

«No conozco ningún sitio en el Congo donde se fabriquen armas, pero nunca faltan balas para matar».

Tuvo que huir de su propio país para salvar su vida mientras empresas multinacionales como Samsung, Apple, Nokia, Motorola… van allí a enriquecerse. «Cuando se encuentra una riqueza en África comienza una nueva guerra, pasó con el diamante, con el petróleo y lo estamos viviendo con el coltán. Ya de por sí vivimos en la pobreza extrema, en guerra somos vivos moribundos, estamos en la cuneta».

Vivir donde un móvil vale más que una vida.

Alain tenía un único objetivo: vivir dignamente donde se respetaran los derechos humanos. No podía estar en un lugar donde la vida no tenía valor. «Tuve suerte, en mi familia somos ocho hermanos, pero yo pude estudiar gracias a que la Iglesia Católica en África ayuda a muchos niños a fomentar los estudios. Me concedieron una beca para estudiar Filología francesa en la universidad y posteriormente ejercí como profesor».

Las condiciones de enseñanza son muy diferentes. «He visto a profesores perseguidos, directores de colegio asesinados, solo por el hecho de haberles mostrado la realidad a los alumnos. Que si estamos así es porque el país es potencialmente rico, pero las políticas dictatoriales están fomentando la guerra para enriquecer a unos pocos».

Si compara su infancia con la de su hija la recuerda muy dura. No vivió estabilidad pacífica ni económica. «Teníamos que huir y eso es muy difícil para un niño. Andaba un kilómetro para ir al colegio con el estómago vacío. Comíamos una vez al día, una taza de té y frutas que recogíamos del bosque de camino a la escuela donde podíamos encontrarnos con los rebeldes. Conocí a niños que a los 13 años los captaban los rebeldes, podría haber sido yo; estuve expuesto a esa situación, me siento muy afortunado».

En el Congo la vida no vale nada y la población lo tiene memorizado. «He visto a gente despertarse por la mañana, ver a un cadáver en la calle y decir: mala suerte. El fallecido es el culpable por haberse cruzado con su asesino, se condena a la víctima. Es el mundo al revés. Una persona debería ser libre de ir donde quiera si no hace daño a otros».

Esta situación le superó y decidió emprender su viaje. Primero fue a Angola donde ahorró dinero dando clases particulares de francés, pero no consiguió un visado por no tener un contrato fijo. Con el dinero que tenía, por mucho que dijera que iba a Europa de vacaciones no lo iban a creer porque saben que una persona en situación de pobreza haría lo que fuera por quedarse en el viejo continente. «Así que decidí ir paso a paso hasta cambiar mi vida». Desde Angola cogió un avión hasta Senegal y de allí otro hasta Marruecos.

Comenzó su segundo calvario.

«Viví ocho meses en el monte como un animal, yendo todos los días a la ciudad a mendigar con un único objetivo: cruzar en cualquier momento». En Marruecos comenzó lo que él denomina su «segundo calvario». Vivía en la montaña de Fnidek con más personas que esperaban cruzar la valla porque no le quedaba nada de dinero. Sobrevivía de la mendicidad, le daban patatas, tomates, nueces… Iban de casa en casa diciendo una frase que tenían memorizada en árabe: «Soy pobre y no tengo para comer».  Un día llamó a una casa donde al abrir la ventana vio a una señora sentada a la mesa. Era muy pobre, estaba comiendo un trozo de pan. Le dio el último trozo que se estaba llevando a la boca. «Lloré de alegría porque aprendí una lección para toda la vida. En esta vida puedes compartir sin tener nada. Y de tristeza por verme en esta situación. Ella quería compartir conmigo su pena, mi pena, que era el hambre y su alegría que era el trocito de pan».

Intentó saltar la valla tres veces y no pudo «parece más fácil cuando la ves por la televisión. Nos surgió una idea: podíamos llegar a España mediante el mar, nadando». Pero para eso necesitábamos aletas y neopreno para evitar el contacto directo con el agua. «Nosotros entramos en marzo de 2005 cuando aún hacía frío. El dinero del que disponíamos en el monte solo nos dio para comprar la cámara de aire de una rueda y aceite porque decían que si te embadurnabas evitabas el frío. Pero comprobé que no». Durante los meses en los que estuvo en el monte solo encontraba sufrimiento: por conseguir un trocito de pan, para seguir siendo libre… La policía marroquí rompe las casitas que se fabrican, los persiguen en el monte y los mandan a Oujda. Muchos son violados o llevados a distintas partes de Marruecos.

Tenía dos opciones: morirse o cambiar su vida por completo.

En el monte pensó en tirar la toalla, pero no tenía nada que perder, no tenía nada. Vivir en el Congo no era vivir. Vivir de la mendicidad, tampoco. «¿Para qué he salido de mi país, para acabar así? Tengo un 50 % de posibilidades, es una lotería, lo voy a intentar.  Yo entré nadando y sabía que muchísimas personas habían perdido su vida intentando entrar por esta vía. Cuando estaba frustrado y triste porque no podía hacer nada y me llegaba la noticia de que un chico de la chabola de al lado había conseguido cruzar, me reanimaba. Si él puede, yo puedo».

«La solución a la inmigración no es ni un muro ni una valla»

Una persona en peligro va a tratar de salvarse. «Si hay un incendio tú te tiras por la ventana. Quizá después pienses ¿qué hago saltando si me voy a morir? Pero en el momento en el que te vas a quemar no lo piensas dos veces, es el instinto de supervivencia. Aunque a veces sea peor el remedio que la enfermedad. La solución no es poner un muro, es poner fin a los conflictos internacionales. Tienen solución, la historia lo demuestra, lo que pasa es que miramos hacia otro lado porque interesa más el capitalismo y las riquezas que favorecen a los países desarrollados, sin tener en cuenta la vida».

El 14 de marzo de 2005 Alain llegó a España y solicitó protección internacional, le concedieron una solicitud de asilo y lo acogió CEAR (Comisión Española de Ayuda al Refugiado). Empezó como técnico ayudante de electricidad en una obra, ha ido homologando su título y actualmente trabaja como técnico de integración social en el mismo centro que le acogió.

Alain Diabanza en el salón de su casa. Foto: Natalia Sepúlveda Reina.

Alain Diabanza en el salón de su casa. Foto: Natalia Sepúlveda Reina.

El sueño europeo.

Su idea de Europa no es la misma que cuando entró. «No me puedo quejar, pero no es un paraíso terrestre como me enseñaban en el colegio. El simple hecho de no escuchar balas, de que no todo el mundo pueda llevar armas conllevaba una envidia para mí. Que la gente se levantara sabiendo que podría tener una casa durante 10 años y que los políticos no estuvieran en el poder por la violencia, que existan las elecciones… Eso era un sueño. En el Congo vivimos según la guerra que empieza. En cambio, Europa es un lugar donde se intentan respetar los Derechos Humanos, donde se intenta vivir en dignidad, pero viendo por ejemplo algunas actuaciones de la Guardia Civil, como los 16 jóvenes en Tarajal me recuerda a mi país, aquí tenemos leyes que dicen que cuando una persona está en peligro hay que salvarla y hemos visto todo lo contrario. Seguro que si fuera un inglés o un americano los hubieran rescatado. Eso me hace pensar que no somos iguales ante la ley»

Alain mira la vida con ojos de niño. «Me puedo quejar porque soy una persona humana y los humanos somos insaciables, pero cuando pienso en lo que tengo aquí me lleno de alegría». Cree que los medios de comunicación no le dan suficiente repercusión porque lleva pasando muchos años y se aburren de narrar todos los días lo mismo. «Se tratan más lo temas como el terrorismo que llama a nuestra puerta, que influye en nuestra sociedad europea. Pero no se habla del terrorismo de Boko Haram, porque secuestran a niñas y mujeres que no son europeas. Solo nos llega la información con la que nos sentimos más identificados: puedes ir de vacaciones a París, a Bruselas… Quizá si se le diera más repercusión por parte de los medios la cosa cambiaría».

De vuelta a casa.

Regresó al Congo después de 11 años y en vez de progreso se encontró con una involución. «Aquí en España tenemos crisis, pero en lo social vamos hacia adelante. El Congo está reculando en derechos sociales, en economía…». Viendo la situación de su familia con los ojos de una persona que ha vivido en Europa es insostenible. «Mi propia mamá con 70 años va todavía andando kilómetros para vender, mi hermana trabaja desde por la mañana hasta por la noche para vender una cosita que no cuesta ni 2 euros. ¿Cuál es el beneficio? Los niños cuando llegan del colegio se echan la siesta porque no tienen nada para comer ni para jugar. Aquí cocinamos, al día siguiente se pone mala la comida y la tiramos». Ver a su propia familia en esta situación es difícil. Cuando volvió cada vez que abría la nevera pensaba en ellos. «Traerme a todo el mundo aquí es imposible, ayudarlos económicamente también. Le di a mi hermana 50 euros para que pudiera renovar su mesa de trabajo. Volví a la semana siguiente y seguía igual, lo había guardado por si algún familiar se ponía enfermo». 

Atrás quedó el sufrimiento.

Actualmente Alain trabaja en la misma ONG que le acogió, como técnico de integración social facilitando a las personas que llegan la adaptación a la sociedad española. Va a la costa a buscar a los inmigrantes que vienen en patera. Cuando llegan al centro les orientan hacia psicólogos, trabajadores sociales, médicos, abogados, clases de español… Su trabajo es ayudarlos y acogerlos desde su experiencia personal. «Cada vez que ayudo a la gente que llega me veo a mí mismo hace diez años. Siento que estoy pagando mi propia deuda».

 

La de Alain es una historia como la de miles de personas que tienen que abandonar su hogar y dejar su vida a merced del mar. Mientras nuestro país sigue poniendo más concertinas en la valla, permitiendo las devoluciones en caliente y privando de libertad a los inmigrantes en los CIEs; haciendo oídos sordos a la vulneración de derechos que sufren personas que, como canta Pedro Sosa en la canción El sueño de la esperanza, antes que vivir de rodillas prefieren morir en el agua. Mejor ahogarse en las olas. Las olas no dejan marcas. 

Por Natalia Sepúlveda Reina.


Esta buena noticia ha sido apadrinada por:

Santiago González Mañas de Málaga.

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